lunes, 16 de julio de 2012

Calcetines y Mediterráneo

Esta semana empezamos con un relato que surgió por la foto que me envió Quique LLuch para la iniciativa "Dame, doy, ten y yo lo transformaré".
Sin embargo él me pidió una cosa: "Te hago una propuesta a ver que te parece. Yo te remito la foto, tu haces tu relato inspirado en ella, pero al mismo tiempo yo hago uno inspirado en la misma foto. Tú no sabes nada sobre el mío y yo no se nada sobre el tuyo. Luego cuando los hayamos acabado ambos, lo compartimos, puede ser divertido ver lo que una misma imagen nos puede sugerir a los dos"
¡Y lo hicimos!
Aquí está el resultado



CALCETINES de Eloise Liyu

Se colaba entre los dedos de sus pies y le hacía estornudar. Sí, era raro incluso para eso. 
Ni los intentos de su padre, pescador de nacimiento; de su madre, trabajadora de la lonja desde los tres años; su abuela, la cocinera más reputada del puerto, cuyo menú sólo contenía nombres de peces, ni verdura, ni arroces, sólo las sopas se salvaban, y era porque había pasado la guerra; incluso de su tía, que trabajaba en el museo del mar; habían podido hacer que él pudiera acercarse a aquel medio del que su familia se sentía tan orgullosa.
Sin embargo él había heredado todo lo contrario. Tenía que pisar la arena con calcetines, y el agua del mar le irritaba la piel. Equipado con gorro y chaleco impermeable su padre había conseguido subirlo a su barca, pero no más de diez minutos, ya que su tez se volvía blanca y dejaba de respirar.
La tradición venía de muy lejos, de generación tras generación. Todos tenían una foto en la galería de la casa familiar con un pequeño título bajo ella: Cocinera marina, Pescador del mar, Recolectora del mar... y él no iba a poder tenerla.
Nadie entendía como un niño así había podido nacer en aquella familia. Circulaban historias, que se colaban entre los susurros calenturientos de los habitantes de la región, pero lo cierto era que el padre quería a ese hijo más que a cualquiera de los demás y le protegía de cualquier habladuría.
A él lo que le gustaba era dibujar el mar. Dar matices de azules a las olas, resaltar el blanco en la espuma, perfilar los peces, hacer las sombras de las rocas. Verlo y observarlo, pero de esa manera.
En su cuarto tenía un poster enorme con el dibujo de una orilla y se entretenía mirándolo maravillado, ya que alguna partícula de su sangre se alteraba, como pasaba con todos los miembros de su familia,  pero para él esa era la única forma de disfrutar de aquel mundo.
Un día una de sus hermanas llegó a casa gritando que había resuelto el enigma: En otra vida ha sido marinero y se ha muerto en el mar - dijo toda convencida.
En la mesa se hizo un silencio y luego todos rieron: No Concha, no creemos en eso - dijo su madre.
Otro día alguien soltó la teoría de que durante el embarazo la madre se había empachado de almejas y el niño ahora repudiaba todo lo que tenía que ver con el mundo marino. Esa vez también terminó todo en risas.
Sin embargo no había nada que averiguar por mucho que se propusieran, ya que era tan difícil como fácil el misterio. Nunca sabrían que en el momento del parto un grano de arena se había colado en el orificio derecho del bebé y éste había producido un rechazo anatomicoelergicoamiotrófico instantáneo a tal materia que le había hecho totalmente incompatible con todo lo que tenía que ver con el ámbito de la misma.
Le había imposibilitado de por vida el disfrute del medio marino, pero nadie le impedía dibujarlo. 
Por eso le conocerían, por sus cuadros. Así se haría famoso y podría hacer lo que siempre había querido, colocar su foto en la galería familiar y en el cartel con el título escribir con rotulador permanente: "Pintor del mar"




MEDITERRÁNEO por Quique Lluch


Sentado en esta playa contemplo el Mediterráneo frente a mi. Aparece un caballo blanco sin montura, cuyos cascos mojados imprimen su marca en la arena. Veo familias cargadas de voluminosos fardos, con sus miradas perdidas y sus rostros demacrados por la pesada espera al bajel que les llevará al exilio. Observo a unos niños tullidos que, bajo la compasiva mirada de un mosén sudoroso embutido en sus negras vestiduras, juegan como si nunca antes hubiesen visto el mar. Descubro a mi abuelo cargando su carro con una arena que pasará por el corral y acabará mezclada con la tierra que nutre las hortalizas que le dan de comer. Vislumbro a lo lejos una yunta de bueyes que arrastran pesadas barcas cargadas con la pesca de toda una noche. Escucho el paso marcial de los carabineros que vigilan el contrabando de tabaco. Acecho a un grupo de surfistas a la espera de la ola que les llevará a su parnaso. Me asusto cuando llega esa patera repleta de personas que desaparecen en todas direcciones al alcanzar la orilla...

Respiro con pausa y decido abrir los ojos. Frente a mi una arena virgen, un mar calmo y un horizonte vacío. La quietud es tal que casi no se escucha el leve movimiento del mar. Todo mi ser se ve reflejado en esta playa desierta y abandonada por todos, su vacío es el mío, su soledad me consume. De mis amigos no quedan ni sus huellas borradas por la marea. Noto un hueco en el estómago que se hace grande hasta convertirme en un simple caparazón quebradizo. Intento revelarme, sé que resuelvo problemas, que soluciono asuntos, que soy eficaz, que cumplo los objetivos que me marcan, que gano dinero... pero todo esto no sirve sino para elevar mi angustia. Siento que me voy desmoronar en mil añicos. Estoy solo, solo por dentro y por fuera, no me queda nada ni nadie. Este silencio me inquieta, está pudiendo conmigo... Me voy... Me voy de aquí... No aguanto más.

Me giro por última vez antes de subir al coche para contemplar ese paisaje que tanto me ha turbado. Más relajado pienso que tal vez no haya sido buena idea venir hasta aquí esta fría mañana...

O... ¿Tal vez si?




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