Esta vez el relato surgió de una preciosa foto que hizo César Rina con su cámara analógica en Granada, ciudad de gran belleza y misterio, ciudad que recoge tantas civilizaciones y tanta historia que esto, es sólo un pequeño componente de ,como siempre, algo que podría haber sido.
Para la iniciativa "Dame, doy, ten y yo lo transformaré"
Para la iniciativa "Dame, doy, ten y yo lo transformaré"
Volver para entender había sido
necesario.
Desde pequeños mi hermano y yo
soñábamos con sus calles, su ajetreo, sus casas, su luz.
El abuelo nos narraba los más mínimos
detalles, vivía de recuerdos, vivía de las grietas que se marcaban en su cuerpo
y de las que salían palabras dulces, suaves. Su piel sabía a azúcar.
Nos leía historias las tardes de verano
cuando el calor nos impedía salir a la calle; por la mañana, cuando nos
acompañaba al colegio, nos relataba las leyendas que recordaba con esa voz que
nos transportaba en el tiempo, oyendo música, ruido, ajetreo cuando nos metía
en esos mundos que habían pertenecido a otras épocas.
Siempre supe que nuestro abuelo no era
una persona como las demás, siempre supe que tenía algo dentro, pero no podía
sacarlo más que poquito a poquito, ratito a ratito, pedacito a pedacito.
Parecía que había vivido desde siempre.
Fue la guerra la que lo expulsó de su
tierra, de su barrio, de su vida; y nunca más volvió. Físicamente, claro,
porque su alma se quedo encerrada entre el musgo y las rosas, el azafrán y
los claveles.
Oímos hablar de las leyendas moras, las
costumbres paganas, las conquistas y las luchas. Pero eso quedaba demasiado
lejos, y pronto se convirtieron en mitos que imaginábamos rodeados de
un tul transparente. Luego venían las historias del "cojo" que ganaba
a cualquiera en una carrera, de Remedios, la hermana de
la tabaquera que se contorneaba cada mañana cuando se paseaba con el
carro por la calle, de Pietro, el italiano que se quedó atrapado en el
campanario, de Dolores, la señorita que bajaba de la Casa Grande para que
le enseñaran a silbar... La que más nos gustaba era la de Damian, un señor que
vivía solo en una casa rodeado de gatos y que tocaba las melodías más bonitas
que había escuchado nadie, decían que a veces alguien se colaba para escucharle
y le dejaba comida, decían que se veían sombras por los pasillos de una mujer,
su mujer, que murió siendo joven.
Ahora, mientras recorríamos las calles
todavía quedaba algún anciano con bastón descansando bajo las sombras de los
árboles, pero las fuentes ya no existían, ni los balcones de madera, ni el
ruido de los caballos, ni siquiera los niños jugando en la calle... Remedios
era ya muy mayor y casi no podía hablar, el cojo había muerto y de la casa de
Damian no quedaba ni rastro.
Entramos en un bar a refrescarnos y
sentimos de repente una ausencia enorme. Pero tras beber un poco y descansar de
nuestra andadura comprendimos que todo lo que habíamos escuchado desde pequeños
había quedado escrito en los arboles, en
los muros; el tiempo había pasado y les habían extinguido; como las flores
cuando caen sus pétalos, como la fruta madura. Menos mal que las piedras
son los suficientemente fuertes como para guardar vidas.
Así que miramos hacia los tejados y
vimos como el sol se extinguía y les mostraba sus respetos.
Ojala que cuando amanezca, pensamos al
coger el coche para marcharnos, haya nacido otra flor entre sus grietas.
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