Una pequeña mezcla entre lo gris, lo azul, ambientado por Sara Bareilles e Ingrid Michaelson, y con una preciosa fotografía improvisada de Aline & Ciervi, captura por las encantadoras callejuelas de una escapada maravillosa
Hace casi cuatro años escuché este pitido por primera vez. Se incrustaba en tu oído hasta dejarte sorda y luego el ambiente te invadía con tal opresión que tenías ganas de devolver. El tren avanzaba lentamente hacia la ciudad y durante media hora te perdías en el asiento.
Recuerdo los rostros de la gente y los espacios vacíos, rodeados por líneas oscuras que no les dejaban moverse. La lluvia fuera golpeando el cristal y dejando pequeñas formas en las ventanas, a través de las cuales el gris se colaba por las grietas de mi cuerpo.
Las primeras semanas fueron difíciles. Pensé en varias ocasiones cómo salir de ese escenario rutinario que sólo me transmitía pesadumbre y tristeza. De casa al tren, del tren a la universidad, de la universidad al trabajo, del trabajo a casa; y entre medio comiendo sándwiches y terminando trabajos escritos. Salvo por mi entusiasmo primero de ver a la persona de la que me enamoré y aprender una carrera para ser alguien, como siempre había soñado, aquellos trayectos me proyectaban hacia lo más profundo de los abismos.
Puede que sea injusto, que no sea real, que no pueda expresar esto porque atento contra la veracidad del lugar y el momento, pero es así como yo lo percibía, como viene a mis recuerdos, a mi olfato… hasta a mi gusto.
Por eso terminé saliendo de esa ciudad dormitorio, como solía llamarla, que me había acogido durante dos años. De aquellos grandes edificios que se sucedían unos a otros y se olvidaban del calor que emanaba de las casas antiguas, donde la historia pesa y se esconde tras cada esquina, donde cada grieta revela un pequeño secreto.
Terminando la carrera alquilé un pequeño ático cerquita del mar. El edificio se caía a pedazos, las baldosas estaban descascarilladas y las calles desiertas por la solana, pero aquel pueblecito me devolvió la vida. Las charlas con las vecinas, que por las tardes salían al fresco con sus sillas, las compras en el mercado, los paseos tranquilos frente al río, los vinos en las terrazas…
Seguí teniendo que utilizar el tren, pero los rostros ya no eran tan sombríos, y las ventanas reflejaban luz y color. Puede que mi visión cambiara, pero creo que fue algo más profundo, creo que simplemente el salitre del mar entro por mis venas y me calmó. Creo que el gris me absorbía poco a poco. Quizá en otra vida fui un pez. Sí, fui un pez, un pez vestido de azul.
Hace casi cuatro años escuché este pitido por primera vez. Se incrustaba en tu oído hasta dejarte sorda y luego el ambiente te invadía con tal opresión que tenías ganas de devolver. El tren avanzaba lentamente hacia la ciudad y durante media hora te perdías en el asiento.
Recuerdo los rostros de la gente y los espacios vacíos, rodeados por líneas oscuras que no les dejaban moverse. La lluvia fuera golpeando el cristal y dejando pequeñas formas en las ventanas, a través de las cuales el gris se colaba por las grietas de mi cuerpo.
Las primeras semanas fueron difíciles. Pensé en varias ocasiones cómo salir de ese escenario rutinario que sólo me transmitía pesadumbre y tristeza. De casa al tren, del tren a la universidad, de la universidad al trabajo, del trabajo a casa; y entre medio comiendo sándwiches y terminando trabajos escritos. Salvo por mi entusiasmo primero de ver a la persona de la que me enamoré y aprender una carrera para ser alguien, como siempre había soñado, aquellos trayectos me proyectaban hacia lo más profundo de los abismos.
Puede que sea injusto, que no sea real, que no pueda expresar esto porque atento contra la veracidad del lugar y el momento, pero es así como yo lo percibía, como viene a mis recuerdos, a mi olfato… hasta a mi gusto.
Por eso terminé saliendo de esa ciudad dormitorio, como solía llamarla, que me había acogido durante dos años. De aquellos grandes edificios que se sucedían unos a otros y se olvidaban del calor que emanaba de las casas antiguas, donde la historia pesa y se esconde tras cada esquina, donde cada grieta revela un pequeño secreto.
Terminando la carrera alquilé un pequeño ático cerquita del mar. El edificio se caía a pedazos, las baldosas estaban descascarilladas y las calles desiertas por la solana, pero aquel pueblecito me devolvió la vida. Las charlas con las vecinas, que por las tardes salían al fresco con sus sillas, las compras en el mercado, los paseos tranquilos frente al río, los vinos en las terrazas…
Seguí teniendo que utilizar el tren, pero los rostros ya no eran tan sombríos, y las ventanas reflejaban luz y color. Puede que mi visión cambiara, pero creo que fue algo más profundo, creo que simplemente el salitre del mar entro por mis venas y me calmó. Creo que el gris me absorbía poco a poco. Quizá en otra vida fui un pez. Sí, fui un pez, un pez vestido de azul.